Fontanarrosa, Argentina y Colombia
El Negro Fontanarrosa era capaz de jugarle un partido a la tristeza y ganarle. Más que eso: era capaz de ganarle y de que la tristeza acabara despatarrada de risa. Pero a veces, humanísimo, sufría. Sufría de fútbol, por ejemplo. Sufría, específicamente, cuando sus equipos más queridos no generaban aquello que él esperaba como un gusto, como un placer o como un sueño. Algo así lo atravesó, en ciertos tiempos, con la Selección Argentina, a la que siguió primero como hincha, gozando o rabiando ecos en su casa, y luego como cronista para parir unas columnas que, amasando humores y ternuras, resultaban un golazo. Una rabia entre las rabias y un sufrimiento entre los sufrimientos lo recorrían en la mitad de la década del noventa: quería que Argentina jugara como Colombia.
Dejó constancia Fontanarrosa. A lo Fontanarrosa, claro. En una columna rotulada sin vaivenes: “Hay que obligarlos a que nos devuelvan la pelota”. Y no cualquier día sino el 10 de febrero de 1997, cuando la Selección que orientaba Daniel Passarella debía enfrentar, como visitante, a los colombianos en el camino hacia el Mundial de Francia: “Es el momento de notificarles a los colombianos que llegó la hora de devolver la pelota. No podemos aceptar esa ingratitud de que no quieran compartirla con nosotros olvidando que este es un juego colectivo”.
Difícil medir cuánto modificó los estados anímicos-futbolísticos de Fontanarrosa la victoria de Argentina por 1 a 0, con gol de Claudio López, de la que fue testigo en el estadio Metropolitano de Barranquilla, 48 horas después de anudar esas líneas. Lo que surge certero es que sus textos de esa etapa, igual que otros muchos que escribió antes y después, forman parte del rico cuerpo literario que modelan los cruces futbolísticos entre argentinos y colombianos.
Si Fontanarrosa le envidiaba a Colombia la apropiación de un estilo que, en otras épocas, distinguía a la argentinidad futbolera era, sobre todo, a causa de la exhibición de belleza y contundencia que Colombia le había dado a la Argentina, el 5 de septiembre de 1993 y sobre el césped de River, en un memorable partido de las Eliminatorias a través de las que se llegaba o no al Mundial de los Estados Unidos. Aquel 5 a 0 mítico gravitó alto en Fontanarrosa, pero no sólo en él. También empujó más expresiones escritas sobresalientes (de las puteadas al aire que suscitó no hay registro numérico posible). Entre ellas, la de Osvaldo Soriano, compañero de generación y de pasión deportiva de Fontanarrosa, a quien ese tropezón lo motivó a poner las palabras de punta. “No se vayan que hay más”, tituló, con el sacudón del Monumental en el alma y evocando que ya había advertido sobre los déficits que observaba en el ciclo que conducía Alfio Basile luego del partido de ida, en el que Colombia se había impuesto por 2 a 1.
“Nadie imaginaba semejante humillación -manifestó Soriano, abrazado por una furia en la que se mezclaban el pibe hecho de fútbol que había sido y el escriba famoso que se había vuelto-, pero el partido se había perdido hacía mucho, el día que Ruggeri y los otros se empecinaron en no escuchar las críticas. Yo, que no abundo en sentido común, lo di por perdido el martes pasado a sabiendas de que estos colombianos son maravillosos. Eso desató muchas broncas. Gente que me escribía y me dejaba mensajes. En el fútbol, si uno no está en el negocio, mejor no opinar”.
“Humillación”, ese término que eligió Soriano todavía retumba potente, pero posee una tradición en la literatura referida al deporte. Julio Cortázar, a quien Soriano primero quiso como admirador y luego como admirador y amigo, lo usó, con ritmo de boxeo, en “Circe”, uno de sus cuentos clásicos: “Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una humillada melancolía casi colonial”. Verdad que ahí no hay ni fútbol ni Colombia, pero es Cortázar y eso justifica todo. También desde el boxeo hizo arte el periodista y escritor colombiano Alberto Salcedo Ramos con una de sus obras más conocidas, “El oro y la oscuridad. La vida gloriosa y trágica de Kid Pambelé”, biografía de un campeón que supo perder y vencer a Nicolino Locche. Menos notoria es una de sus crónicas de fútbol a la que bautizó “La humillación de Araújo”, a partir de un duelo entre el Junior de Barranquilla y Once Caldas. Tributo a un maestro, ese relato comienza con una cita de Fontanarrosa, así, de nuevo, ligado con Colombia: “Es cierto. De un tiempo a esta parte vengo jugando mal. Pero digo yo… ¿quién no tiene una década mala?”.
Salcedo Ramos nació en Barranquilla, la urbe donde Gabriel García Márquez, la más planetaria de las plumas colombianas, fecundó su contribución a la asociación literaria entre el fútbol de su patria y el de la Argentina. Transcurría 1950, un año en el que Colombia no sólo no intervino en el Mundial de Brasil sino que estaba a doce calendarios de estrenarse en la más famosa de las convocatorias del fútbol. Encima, en el Campeonato Sudamericano de la temporada anterior, también en Brasil, la selección nacional había concluido en el último puesto. Los memoriosos del fútbol de Colombia afirman que el escenario empezó a revertirse en esas latitudes en ese período, gracias al desembarco de una lluvia de cracks argentinos como Adolfo Pedernera, Néstor Rossi, Oscar Basso o Julio Cozzi. Eso detalló, además, Fontanarrosa en su proclama humorística de 1997: “¡Recordarles que ellos aprendieron a jugar con nosotros!”. En ese marco, García Márquez se entusiasmó con el fútbol y lo comunicó en “El juramento”, una de sus magias en El Heraldo de Barranquilla. La caricia rumbo a la Argentina consistió en un elogio para un muchacho que brilló en Millonarios, esa tarde adversario de Junior, y que brillaría mucho más en el Real Madrid unos años más adelante. Lo abrevió impecable: “El gran Di Stéfano”.
Sin embargo, inclusive más que en García Márquez, Barranquilla conquistó protagonismo futbolero por un esencial narrador argentino. Esencial narrador, se insiste, pero en su edad de piernas frescas más delantero que narrador y, ni hablar, un esperanzado en gritar goles y no en dirigir la Biblioteca Nacional entre 2020 y 2023. Es que Juan Sasturain, el individuo que va siendo todo eso en una sola vida, coloreó unas cuantas pinturas de las Eliminatorias en las hojas de un diario o en sus volúmenes futboleros (“El día del arquero”, “Wing de metegol”, “La patria transpirada”), pero para la Barranquilla de fútbol abrió el espacio de su novela “La lucha continúa” y por medio de las desventuras del Che Pirovano, un arquero que lee al austríaco Peter Handke, tan premio Nobel de Literatura como García Márquez: “En el ’85 yo jugaba en el Unión de Barranquilla desde hacía dos temporadas. Un equipo chico y sin pretensiones, de media tabla para abajo. Antes había estado en el América de Cali, cuando me trajeron del Espanyol de Barcelona, en el ochenta; pero no anduve bien y me vendieron. Lo notable fue que en ese año el Unión de Barranquilla hizo una campaña bárbara y yo nunca atajé mejor. Incluso Bilardo me llevó al banco en unos amistosos de la preselección para México 86, aunque no llegué jugar las Eliminatorias”.
Carlos Bilardo no apeló al arquero que fabuló Sasturain pero sí a Jorge Valdano, quien convirtió el gol con el que Argentina festejó un 1 a 0 sobre Colombia, el 16 de junio de 1985 en el Monumental, como parte del bravo recorrido de Eliminatorias hacia México 86. Cuando ya no hizo goles así, Valdano profundizó su tentación por escribir y por leer. Como escritor, firmó un cuento que compartió el libro “Pelota de papel 1” con uno de Jorge Bermúdez, el central colombiano que participó de aquel partido en el que Fontanarrosa ansiaba que la Argentina recuperara la pelota, y con otro de Juan Pablo Sorin, que chocó con los colombianos en las Eliminatorias hacia el Mundial del 2002 y les metió un tanto en la Copa América del 2004. Como lector, a Valdano le encantaron las páginas del colombiano Daniel Samper, un devoto del fútbol con cuentos impecables como “Dele duro, monseñor”. Realidad digna de una ficción: Samper asistió al estadio de River en el junio de aquel partido y, desde ese momento, año tras año, le insistió a Valdano con que su gol por las Eliminatorias había sido en posición adelantada, lo que trasluce que el fútbol es capaz, entre un millón de consecuencias, de colarse en el vínculo entre alguien que lee y alguien que escribe.
De ese gol y de muchos otros departieron largo Samper y dos amigos suyos, muy talentosos y muy futboleros: uno, Fontanarrosa; el otro, Joan Manuel Serrat. A los miembros de ese trío los hermanaba ser hinchas del Independiente Santa Fe en Colombia (“espíritus sensibles, como Joan Manuel Serrat y el Negro Fontanarrosa, prefieren perder con Santa Fe que ganar con cualquier otro equipo de Colombia”, reveló Samper), del Barcelona en España y de Rosario Central en Argentina. Samper fue el cálido anfitrión del Negro en su último viaje a tierras colombianas, para el Carnaval de las Artes de Barranquilla, pero nada pudo hacer para frenar una réplica contra esas identidades futboleras durante el último periplo de Fontanarrosa a España. Ocurrió que la Editorial Alfaguara lanzaba un ancho libro con cuentos del autor rosarino entre los que relucía el clásico “El mundo ha vivido equivocado”. Revancha tierna, en ese contexto emergió Valdano, ex jugador de Newell’s y por entonces trabajando en el Real Madrid, y le entregó una camiseta precisamente del Real Madrid que incluía una inscripción labrada entre la gracia y el cariño: “El Negro ha vivido equivocado”.
El novelista colombiano Santiago Gamboa pareció heredar, en marzo del 2021, algo de la atmósfera frustrante que respiraba Fontanarrosa en el febrero de 1997 cuando Colombia desplegaba lo que a la Argentina le costaba. Pero, claro, cambiando la camiseta. “Nuestro triste fútbol” se llamó una nota suya reveladora de desencantos con lo que germina en los pastos futbolísticos de su tierra. “¿Qué silenciosa catástrofe supondrá para esos jugadores argentinos, por ejemplo, que se sepa en sus familias o en su barrio que se van a jugar a Colombia?”, se interroga, quejándose, sobre todo, de la presencia de equipos sin pasado que carecen de hinchada. Gamboa llamó a uno de sus libros “Perder es cuestión de método”, pero sería extraño que se estancara en la resignación ahora, con el porvenir regalando otra cumbre por las Eliminatorias. Por las dudas, dispone de una receta insólita para recuperar la capacidad de creer: Borges. Ojo: Jorge Luis Borges, despreciador hasta gracioso del fútbol, jamás anotó media coma sobre las Eliminatorias. No obstante, en su cuento “Ulrica”, el protagonista, Javier Otálora, sentencia: “Ser colombiano es un acto de fe”. Vaya a saber si eso no vale para el fútbol.
Tal vez esa fe borgeana recubrirá a los jugadores colombianos de cara a este partido con Argentina. Un antecedente no los ayuda. En Barranquilla, el 17 de noviembre del 2015, perfilando cómo sacar boleto al Mundial de Rusia, la selección celeste y blanca triunfó por 1 a 0, con gol de Lucas Biglia. Casualidad o documento para la ciencia, en ese episodio floreció otra huella literaria. Justo el 17 de noviembre, pero de 1929, el maestro Roberto Arlt vio su único partido internacional de fútbol, un Argentina-Uruguay que le inspiró su célebre artículo “Ayer vi ganar a los argentinos”.
El plantel argentino, por su parte, seguro apoyará sus suelas en la final de Copa América de 2024 con una bibliografía obligatoria. Obvio: aquella columna de Fontanarrosa de 1997. Y con énfasis indispensable en este párrafo: “¡Es más, hay que agarrar la redonda y no dejárselas tocar en todo el partido! Y eso es lo que haremos, señores. El encuentro se definirá en el sorteo del saque. Allí don Julio Grondona deberá estar muy atento y controlar la moneda. Si ganamos el sorteo, elegimos sacar. ¡Y no se las dejamos tocar por 45 minutos!”.
Sería útil. Aunque nada es garantía. Entre Colombia y Argentina, la historia está siempre por jugarse.
Y también por escribirse.