Pasolini y Pasolini
El 5 de marzo de 1922 nació Pier Paolo Pasolini, italiano, qué crack, futbolero. Un cuento también futbolero como tributo.
En el fútbol, nosotros nunca hubiéramos sido nada sin Pasolini.
Pasolini: qué estampa, qué inteligencia, qué capacidad para revelarnos que lo simple merece ser simple pero que la simplificación, casi siempre, es una estupidez. Pasolini: el hombre que nos enseñó cómo jugar.
Pasolini: entre gordo y gordísimo, entre calvo y despeinado, con una economía solventada por su oficio de tornero, con un olfato dúctil para distinguir los muy buenos pechitos de cerdo de los excelsos pechitos de cerdo, con dos años y veintidós materias pendientes para acceder a su título secundario, con una rodilla hinchada y la otra en proceso de desarticulación. Pasolini: con una biblioteca en la que había dos fotos de sus hijos, una de su esposa y de su suegra en pleno abrazo, uno de esos objetos de vidrio que se compran en las playas bonaerenses y que prometen pero jamás cumplen en acertar el clima del día siguiente y una carpeta con un papel, sólo un papel, adentro. Y nada más.
Pasolini: nuestro entrenador, el dueño de esa carpeta y, en especial, de ese papel.
Pasolini, nuestro Pasolini, que entendía que ese papel era la biblia, el sol y la luna para interpretar la vida y el fútbol. Y que sabía que esa conjunción de la biblia, el sol y la luna la había escrito Pasolini, no el nuestro, el otro.
Pasolini, nuestro Pasolini, ni se acordaba de un pasado en el que una cédula de identidad lo identificaba como José Luis o como Alfredo y de un seudónimo que pudo haber sido Cacho, Bocha o, inevitable por su ancho, Gordo. Desde que se metió con el fútbol, se transformó en Pasolini y su mujer y hasta su suegra lo llamaban así.
Se transformó de José Luis o Alfredo o Cacho o Bocha o Gordo en Pasolini porque nos indicaba córners, nos sugería penales, nos planteaba actitudes y nos convencía del valor de compartir una tierra y una pelota de acuerdo con lo que el otro Pasolini había desplegado en ese papel.
Pasolini, el otro, no el nuestro, era Pier Paolo, italiano, wing izquierdo, de Bolonia y del Bolonia, mucho más famoso y tal vez mucho más decisivo en la historia del siglo veinte por su brillo como director de cine (Pasolini, el nuestro, había visto una noche “Teorema”, enorme película, a solas con su esposa y aprovechando que su suegra iba a pernoctar en lo de una amiga: qué noche fue esa noche), como poeta, como ensayista, como polemista, como individuo de izquierda sin corsets. Salvo a “Teorema”, nuestro Pasolini no le había prestado atención minuciosa al resto de esa obra monumental, diversa y transgresora, pero no por eso dejaba de tomar partido: cada vez que los conservadores de alguna de todas las posibilidades que hay de ser conservadores se la agarraban con Pier Paolo Pasolini, el Pasolini nuestro ponía la vista en sus ahorros de tornero y prometía que iba a sacar un pasaje a Italia “para cagar a trompadas a todos esos soretes que no comprenden a este crack”.
El vínculo de los dos Pasolini empezó cuando el de allá publicó, el 3 de enero de 1971 y en la revista Il Giorno, el más conocido de sus artículos deportivos. Se trataba de una genial (“genial, genial”, repetía el Pasolini nuestro cada vez que lo leía y eso que lo leía una o dos veces por día) mirada del fútbol desde el lenguaje que, al mismo tiempo, constituía una mirada del lenguaje desde el fútbol y, sobre todo, conformaba una deslumbrante visión sobre qué es la libertad, qué es jugar, qué es hacer cosas con otros y qué es crear.
Muchos en el mundo se hicieron los distraídos con esa reflexión en la quedaba claro que el fútbol, como lo demás, no puede no ser ideológico. Menos que esos muchos aplaudieron lo que allí se exponía. Y más que nadie, nuestro Pasolini reivindicó, con la misma seguridad con la que diferenciaba categorías entre los pechitos de cerdo, que en esa cátedra deportiva e idiomática del Pasolini italiano habitaba algo parecido a una verdad.
Todos nosotros guardaremos para todos los porvenires la mañana en la que nuestro Pasolini se apareció en la práctica, con una pantalones cortitos que no lograban abarcarle la inmensidad de sus muslos y de su cintura, y con la carpeta entre las palmas. Y, más aún, recordaremos la emoción con la que nos leyó -biblia, sol, luna- esto: “En el fútbol hay momentos que son exclusivamente poéticos: se trata de los momentos del gol. Cada gol es siempre una invención, es siempre una perturbación del código: todo gol es ineluctabilidad, fulguración, estupor, irreversibilidad. Precisamente como la palabra poética. El máximo goleador de un campeonato es siempre el mejor poeta del año. El fútbol que expresa más goles es el fútbol más poético. También la gambeta es de por sí poética (aunque no siempre como la acción del gol). De hecho, el sueño de todo jugador (compartido por todo espectador) es salir del centro del campo, gambetear a todos y marcar. Si, dentro de los límites permitidos, se puede imaginar en el fútbol una cosa sublime, es precisamente ésta”.
Cuando acabó su lectura, supusimos que continuaría con un discurso propio, con una fundamentación de esas que distinguen a los directores técnicos que ejercen lo suyo desde las ideas de los directores técnicos que ejercen lo suyo como si las ideas no existieran. Pero no. Habló cortito:
-Ya escucharon. Vayan y hagan eso: jueguen con poesía.
Impresionante: fue como si Guardiola, Rinus Michels, Menotti, Jürgen Klopp, Bianchi, Bielsa, Cruyff y, por las dudas, Messi, Pelé, Di Stéfano, Maradona, Iniesta y todos los Ronaldo notables se instalaran de golpe en nuestra cabezas y en nuestros pies.
O sea: desde entonces, jugamos con poesía desde el minuto uno hasta el minuto noventa y en todos los minutos que antecedían o sucedían a nuestra presencia en la cancha, también.
Pasolini, el nuestro, nunca nos dio muchas indicaciones más. Él desembarcaba en cada entrenamiento con la carpeta, la abría, se concentraba en el papel y soltaba algún concepto. “Quien no conoce el código del fútbol no entiende el significado de sus palabras (los pases) ni el sentido de su discurso (un conjunto de pases)”, por ejemplo, había sintetizado el otro Pasolini, en un fragmento de esa nota. Cuando nos leyó eso, nosotros comenzamos a hacernos pases y más pases, no cesamos de hacernos pases al punto en que nadie retornó a su hogar ni en esa jornada ni en la siguiente ni tampoco en la siguiente porque una fuerza que no nos salía de los músculos sino de la comprensión nos empujaba a no detenernos. El domingo, en cuanto apoyamos las suelas sobre el pasto, no paramos de hacer lo mismo. Apenas de tanto en tanto, para cumplir con uno de los cometidos del fútbol, algunos de los pases los hacíamos rumbo a la red.
No hay ecuaciones que demuestren por qué un Pasolini más otro Pasolini generaba ese efecto en nosotros. Cuando a nuestro Pasolini le titilaron las pupilas frente a ese papel porque el otro Pasolini detallaba que en la final del Mundial del 70 el que había jugado un fútbol poético era Brasil, todos quisimos ser Tostao, un futbolista que simbolizaba a la poesía y a la pelota en cada desplazamiento. Cuando nuestro Pasolini nos mostró que había ensanchado su carpeta con más meditaciones del otro Pasolini, sobre fútbol, sobre boxeo, sobre ciclismo, sobre los Juegos Olímpicos, nosotros terminamos de advertir que pensar el deporte -en especial si se lo piensa con la energía, con el rigor y con la autenticidad del Pasolini italiano- significaba pensar en todo lo que no es deporte. Cuando nuestro Pasolini nos reveló que el otro Pasolini había resaltado, en una entrevista, al fútbol entre lo esencial de sus sueños (“Después de la literatura y el eros, para mí el fútbol es uno de los más grandes placeres”), nosotros nos descubrimos felices. Cuando nuestro Pasolini averiguó que el otro Pasolini se brotaba de bronca y de pasión en los partidos y hasta armaba equipos con los elencos de sus películas para enfrentar a los elencos de otras películas, nosotros verificamos que sudando entre dos arcos marchábamos por una ruta correcta. Cuando nuestro Pasolini nos leyó una frase más del otro Pasolini, casi lagrimeamos: “El fútbol es la última representación sagrada de nuestro tiempo. Es ritual en el fondo, aunque es evasión. Mientras otras representaciones sagradas, hasta la misa, está en decadencia, el fútbol es la única que nos queda”.
Pasolini, el nuestro, nos entrenó hasta que, en la inauguración del noviembre de 1975, al otro Pasolini lo mataron. Entonces, cerró la carpeta y no la volvió a abrir.
Nosotros seguimos jugando del modo en que los dos Pasolini, uno de cerca y el otro a la distancia, nos habían enseñado. Ya se sabe: ciertos legados -como ese legado- tienen una solidez a prueba de cualquier tentación contraria. Lo que habíamos aprendido lo habíamos aprendido: éramos esa manera de jugar.
La pena es que a nuestro Pasolini no lo vimos más.
Algunos sostienen que, finalmente, apeló a sus ahorros de tornero, hizo sus valijas, las de su mujer, las de sus hijos y hasta las de su suegra, y resolvió girar por el planeta cagando a trompadas a los que le hacen daño a las personas como Pasolini, que intentan transformar al mundo poniendo en cuestión al mundo.
Suena a cierto.
Donde haya gente jugando fútbol poético y el aire arrime el aroma del mejor pechito de cerdo, ahí, seguro, andará.