(Lo que salió el 13 de abril del 2015 cuando nos avisaron que Eduardo Galeano se murió y cuando nos dimos cuenta de que lo íbamos a sentir vivo siempre)

Todos sabíamos que nos gustaba el fútbol. Un día vino Eduardo Galeano y nos explicó por qué.

Nos lo explicó no desde el púlpito al que vaya a saber en nombre de cuál vanidad se amarran tantos académicos sino como lo que era, lo que en cada palabra era, aunque uno no le viera de cerca la calva noble ni tuviera o fuera a tener la suerte de tratarlo mano a mano aunque sea durante un café: un compañero. Nos dijo que el secreto del fútbol residía en los pies de los desarrapados del mundo, en la voluntad de libertad de los hombres de cualquier geografía y en la sonrisa de los que respiran en el anonimato desde la cuna a la tumba. Eso nos dijo en todos sus artículos y en “El fútbol a sol y sombra”, un libro que es idéntico al fútbol en, por lo menos, dos cosas: asombra a cada segundo y merece la eternidad.

Nos dijo eso Galeano, pero lo dijo, claro, inevitablemente, mejor. Nos lo dijo así al definir al fútbol como lo que el fútbol es: “Esa locura que hace que el hombre sea niño por un rato”. Y nos dijo que eso era, a pesar de los pesares, o sea a pesar de los pesares del universo injusto que Galeano describía en cada una de sus páginas con poesía rabiosa y sin condescendencia, con fe en el futuro y con dolor por el presente, con la camiseta del equipo de los que están jodidos y sin ninguna ropa más.

A pesar de los pesares, el fútbol. Lo proclamaba y lo argumentaba Galeano, mirador de partidos con pasión, mirador de partidos sin ingenuidad. A pesar de que “la historia del fútbol es un triste viaje del placer al deber”, que es una oración inaugural en “El fútbol a sol y sombra”. Y a pesar de que “el juego se ha convertido en espectáculo, con pocos protagonistas y muchos espectadores”, una macana que lo lastimaba de manera especial porque Galeano jamás publicó una línea en la que no reivindicara que cada persona es protagonista por ser persona y no por su renombre, algo que permite entender que sus obras estén habitadas y engalanadas por las voces de los no escuchados del planeta. Y a pesar de que los verdaderos miserables, es decir los productores y no las víctimas de la miseria, se hayan apropiado de excesivas cosas de los pueblos, entre ellas de las decisiones del fútbol. Y a pesar del propio juego que, “prisionero de la tecnocracia del fútbol profesional”, obligó a lo que Galeano era y a lo que Galeano nos recordó que éramos y debíamos ser: “mendigos del buen fútbol”. “Mendigos del buen fútbol”, “mendigos del buen fútbol”, “mendigos del fútbol”. Conviene decirlo y sentirlo muchas veces porque lo dijo muchas veces y porque “mendigos” en el enorme Galeano no significaba una resignación sino una memoria -de fuego, como todas sus memorias- de que ni siquiera en la mayor de las derrotas había que desencantarse sin regreso. En alguna parte, mirando, buscando, peleando, inclusive mendigando, habría una luz desde la que reconstruir una ilusión.

A través de su trabajo incesante y militante de cronista de época, nos dijo Galeano por qué nos empecinábamos en paladear fútbol a despecho de tanta podredumbre sembrada en los estadios, más allá de tanta inequidad sobre la Tierra. Feliz Galeano, gigante Galeano, generoso Galeano, que avisó, que sigue avisando: “Por suerte, todavía aparece en las canchas, aunque sea muy de vez en cuando, algún carasucia que se sale del libreto y comete el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad”. “Prohibida aventura de la libertad”. Ahí está, queda dicho. No, no: “queda dicho” es una expresión que no alcanza. “Prohibida aventura de la libertad” es mucho más. Queda dicho y de modo hermoso: por eso es que todos sabíamos que nos gustaba el fútbol y Galeano nos vino a explicar por qué.

Nos vino a explicar por qué el fútbol, por qué la tenacidad de la esperanza, por qué tanta vena abierta, por qué la literatura tiene que ver con la emoción, por qué un escritor no respira afuera de su tiempo, por qué entre todo lo cabe de un arco a otro o de un párrafo a otro caben en especial las ideas, por qué un texto vale la pena si defiende algún derecho que no sea, que nunca sea, el derecho a la indiferencia. Lo que no nos explicó Galeano es por qué bastó con leerlo para que se nos hiciera tan respetable, tan necesario, tan fundamental, tan querible. No lo explicó pero estará clarísimo en cada porvenir y, también está clarísimo ahora. Salud, maestro: lo abrazamos hasta el sol y hasta la sombra, hasta cada segundo de buen fútbol, hasta los fuegos de la memoria y de los sueños, hasta el gol y hasta la vida y, por supuesto, como le corresponde a un crack de todas las canchas, hasta la victoria siempre. 

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