Goles de Madre
El Gordo cruzó las puertas del Bar de los Sábados con esas mejillas asombradas que lo volvían un hombre único. Con la mano derecha se quitó dos transpiraciones de las cejas y con la mano izquierda apuntó hacia alguna parte, quizás hacia adelante, donde el Alto, el Roto, el Pibe y todos sus compañeros de bar y de sábados lo observaban perplejos.
—Mi mamá…
Dijo eso, o casi lloró eso, el Gordo, con una entonación descorazonada que obligó a pensar en las peores cosas. El Alto, un caballero, estuvo a punto de levantarse para consolarlo, pero justo el Gordo recuperó la voz:
—Mi mamá…
Un silencio como pocos en la mítica historia del Bar de los Sábados atravesó las paredes ennegrecidas de ese salón de barrio. Un mozo dibujó en el aire la mitad de una persignación. En eso, el Gordo respiró. Y terminó:
—Mi mamá se hizo futbolista.
El Roto abrió la boca y no la cerró nunca más, el Pibe clavó la vista en el Alto, y el Alto sólo pudo preguntar «¿qué?». El Gordo explicó: «Mi mamá tiene 73 años, unas ganas de existir de las que ojalá se contagiara el universo y una tendinitis en la rodilla izquierda. Para recuperarse, un kinesiólogo le dio unos ejercicios en los que mi mamá tenía que retrasar la rodilla y luego adelantarla hasta pegarle a una pelota. Primero se curó, después se entusiasmó y ahora ella, que jamás había pateado un córner, encontró una vocación de futbolista. Así que se fue hasta un club, hizo lo que le enseñó el kinesiólogo y juega. Es wing derecho».
Angustiados, los parroquianos del Bar de los Sábados debatieron la situación. Al final, resolvieron que el Gordo acumulara valentía, extraviara por un rato el diseño ingenuo de sus mejillas asombradas y hablara en serio con su mamá. Eso hizo.
Volvió tres horas después. Y calmo. Más que calmo: pleno.
«Hablé con mi mamá —dijo—. Fue maravilloso. Me escuchó con los mismos oídos generosos que tenía cuando yo volvía del colegio y la llenaba de historias. Me dio la razón varias veces mientras comíamos una torta de manzana que no es la mejor pero es la de ella. Y me enfocó con esos ojos que siempre me dedicó como iluminándome. Después, me contó que, entre sueños, ya había conversado del tema con mi abuelo, su padre, un hombre noble; y que también, fortaleciendo abrazos que llevaban medio siglo, lo había charlado con mi papá; y que hasta a uno de sus nietos, mi hijo, le había contado la historia de una abuela futbolista para hacerlo dormir».
—¿Pero por qué se hizo futbolista?-, interrogó el Alto.
—Se lo pregunté y me dio otra porción de torta. Enseguida, me iluminó otra vez con la mirada y me dijo que, en cualquier edad, vivir es descubrir la vida. Y que eso estaba haciendo.
Cada habitué del Bar de los Sábados tuvo ganas de aplaudir a la mamá del Gordo o de arrimarse a compartir una porción de torta de manzanas con ella. Sólo el Pibe, el más joven de todos, soltó una afirmación:
—Va a seguir jugando…
—Sí, de wing derecho.
—¿Y vos cómo te sentís?-, le preguntó el Roto, rompiendo su largo enmudecimiento.
El Gordo lo miró como se mira a un buen amigo, infló sus mejillas asombradas, y le dio la respuesta mientras en el Bar de los Sábados se acababa el día:
—Feliz. Y también ansioso: mañana debuto como número 9 en el equipo de mi mamá.