Bolivia-Argentina, un partido para los libros
Hay expertos en literatura que aseguran que la mejor frase publicada alguna vez en un libro lleva la firma de William Shakespeare: “Ser o no ser”. Hay otros expertos que sostienen que la mejor de las mejores es “Puto el que lee esto”, brevedad irresistible con la que el Negro Fontanarrosa inaugura su cuento “Palabras Iniciales”. Y hay una tercera especie de expertos literarios que sólo abre la boca cuando está por transcurrir el fútbol de Argentina-Bolivia y proclama que, si se trata de oraciones insuperables, ninguna vencerá nunca esta del mendocino Rodolfo Braceli: “¿Y si resulta que de pronto se descubre que Maradona no nació en la Argentina sino en Bolivia?”.
Braceli dejó ese apunte cumbre entre los materiales futboleros que entrecruzan verbos sobre el fútbol de Argentina y de Bolivia en un tramo de “De fútbol somos”, un libro ancho en el que viaja de ida y de vuelta entre el ensayo y la ficción con la fluidez de los que narran fenómeno. Pocos tipos retrataron tanto y tan bien al Diego como él, pero allí apeló a ese interrogante para provocar reflexión sobre los bolsones de discriminación que anidan en algunos sectores sociales de la Argentina. En eso, su texto se emparenta con uno del escritor boliviano Edmundo Soldán Paz, que en los ochenta residía en Buenos Aires y recibió la visita de su hermano para compartir, entre otros disfrutes, un Boca-River. En Boca, se destacaba Milton Melgar (que luego vistió los colores de River), tan brillante en la mediacancha como Paz Soldán generando páginas. De golpe, le sucedió lo que detalló en su artículo “¡Dejen de molestar, bolivianos!”: “De pronto, la hinchada de River comenzó a corear: ‘¡Bolivianos, bolivianos, bolivianos!’ La reacción de los hinchas de Boca en torno nuestro me impactó; decían cosas del tipo: ‘Nos jodieron estos gallinas. Y ahora, ¿cómo les respondemos?’. No, no había forma. Para los hinchas de Boca, el peor insulto que se les podía decir era ‘bolivianos’. Por suerte, mi hermano no entendió lo que pasaba; cuando me preguntó por qué los gritos de ‘bolivianos’, le dije, procurando disimular mi rabia, que era la forma en que la hinchada de River reconocía el talento de Melgar”.
Paz Soldán conocía de lo que hablaba. Aunque el grueso de su obra no remite ni a penales ni a marcadores de punta, domina los latidos que gobiernan los estadios: estudió en la Universidad de Alabama, en Estados Unidos, becado no por su arte con las palabras y sí por sus calidades con la pelota, en un paso clave para orientar su trayectoria como fabulador de historias. En “Río Fugitivo”, una novela que anuda con belleza la existencia con la literatura, hay un futbolista argentino fracturado y sueños de cancha que van y vienen. Algunas alusiones amagan guiños a Jorge Luis Borges, el más célebre despotricador contra el fútbol que parió la Argentina, admirador, en cambio, de Ramiro Tamayo, un poeta boliviano que jamás publicó su poemario, de acuerdo con lo que reconstruyó el diplomático argentino Albino Gómez. Aclaración para minuciosos: según precisó Borges, Ramiro Tamayo carecía de vínculo con Franz Tamayo, un notorio poeta de Bolivia, sin rastros futboleros a la vista, pero con al menos una expresión deportiva: “Hay espíritus desnudos como atletas y otros descarnados como esqueletos”. Si lo sabrán quienes miran partidos buenos y malos.
Como el fútbol, la literatura a veces es una colección de lógicas y otras veces opera como una colección de casualidades. Vaya a saber cuál de estas dos dimensiones hizo que el apellido de aquel poeta reverenciado por Borges reapareciera futbolizado en una crónica argentino-boliviana de Roberto Fontanarrosa. En abril de 1997, a punto de que la Selección de celeste y de blanco visitara a Bolivia en La Paz en las Eliminatorias conducentes al Mundial de Francia, el Negro firmó una pintura a la que tituló “La Quiaca nos deja sin excusas”. Ni Borges se hubiera podido resistir al primer eslabón de esa cadena de risas: “¿Juega Fornari?”, nos consulta Diego Tamayo, corresponsal del diario de Chuquisaca ‘La Voz de la Vicuña’. Le contesto que no. Que Fornari integró aquel famoso ‘equipo fantasma’ que, dirigido por el Cabezón Sívori, venció 1 a 0 a Bolivia en las eliminatorias del Mundial 74. Tamayo disculpa su desconocimiento aduciendo que Bolivia está muy aislada por su falta de salida al mar. Pero insiste; que bien podría estar jugando Fornari, ya que, como todos sabemos, “los fantasmas no tienen edad”.
Cierto que aquella aventura de la Selección fantasma, un grupo de muchachos separado de la Selección principal al solo efecto de aclimatarse a las alturas en los comienzos de la década del setenta, parece un cuento más audaz que cualquier cuento. Y ofrenda el desenlace de asombros que rescata Fontanarrosa gracias al gol del sanjuanino Oscar Fornari. Ocurre que en los pasados zurcidos entre argentinos y bolivianos sobre el pasto abunda lo previsible pero se intercalan asombros que la literatura captura muy bien. En esa línea de perplejidades, Gabriel Kavlin, un joven escritor de Bolivia que forma parte de la página futboxmedia.com, concibe “Herencia”, con Miguelito, futbolista de seis años, un protagonista que quiebra las épocas: sueña ahora, en estos días, pero no se propone emular a Lionel Messi o a Cristiano Ronaldo sino a Leopoldo Luque, el centrodelantero con el que Argentina fue campeón mundial en 1978. Está lleno de transmisiones orales el fútbol: a Miguelito lo inspiran los relatos de su abuelo. Y desanda asombros, precisamente, Juan José Panno en un texto del blog Misión Qatar dedicado a la coincidencia temporal entre la goleada por 6 a 1 de Bolivia a la Argentina que dirigía Maradona en las Eliminatorias para el Mundial 2010 y la muerte del ex presidente Raúl Alfonsín. A propósito de Maradona: el día en que se murió, María Galindo, ensayista y escritora boliviana, anotó: “Un rebelde al que no pudieron domesticar pero sí pudieron confundir y destruir”.
Algo de Argentina suele golpear la puerta de entrada a los textos futboleros bolivianos. Se nota en la antología hermosa “Domingo por la tarde”, toda con cuentos compilados por Ricardo Bajo. Y también en el aporte sociológico de Luis H. Antezana en “Un pajarillo llamado Mané”, que incluye una mención al 3 a 2 con el que Bolivia superó a Argentina en el Sudamericano de 1963, en la que fungía de local, para encaminar uno de los primeros pasos rumbo a salir campeón. Insalteable episodio que Antezana recupera: a nada del cierre, Bolivia percibió que se le esfumaba la posibilidad del triunfo porque falló un penal, pero la vida no se agota ni cuando insinúa que se agota y, en una maniobra siguiente, Camacho embocó el tanto de la victoria.
Juan Sasturain, director de la Biblioteca Nacional argentina, pobló de fútbol a su novela “La lucha continúa”, en la que hay un espacio llamado “Mr. Bolivia Gym”, acaso parodiando al Míster Chile de la troupe luchadora de Martín Karadagian y sus Titanes en el Ring. Sin embargo, su contribución más memorable a los enlaces de fútbol entre Argentina y Bolivia fue su cobertura de la Copa América de Bolivia en 1987. En la final, Brasil se impuso a los locales por 3 a 1 en el bello estadio Hernando Siles. Sasturain siguió el duelo en tierra boliviana pero bien distante de allí: se desplazó hasta La Higuera, donde mataron al Che Guevara, y palpitó cómo se respiraba el partido en ese sitio. Aquella Copa América anticipó la reticencia de ciertos clubes para ceder a sus jugadores, por lo que otro enviado especial, Horacio Pagani, la definió -sólo en ese sentido- como “la Copa de la mala gana”. Igual, había mucho para explorar. Al cabo, Pagani terminó charlando de fútbol y de esperanzas, en la plaza principal de Cochabamba, con alguien que era ex delantero y se volvería jefe de Estado: Evo Morales.
La referencia a las crónicas se torna inevitable porque persisten algunas inolvidables sobre los Argentina-Bolivia de Eliminatorias. Tal vez ninguna porte tanta carga descriptiva y literaria a la vez como la de Osvaldo Ardizzone, en El Gráfico, para el magro 1 a 0 argentino de 1969 en la Bombonera que anticipaba que no habría pasaporte hacia México 70. Y hay crónicas maravillosas como “El secuestro más extraño del fútbol”, de Axel Ayala Ugarte, sobre lo que consiste, efectivamente, el más extraño de los secuestros, el del La Paz Fútbol Club, en El Alto. Ahí al comienzo del segundo párrafo, infaltable, un argentino mete un centro para un ataque que acabará en gol. O como la que, en su libro “De América”, incorpora el argentino Alejandro Droznes, uno de los pocos testigos de un Petrolero del Chaco de Bolivia-Universidad Católica, al que la argentinidad se le cuela en las retinas cuando ve correr a su compatriota Matías Defederico.
Salvedad imprescindible: nada del fútbol de Argentina, o del fútbol de Bolivia o del fútbol que los une y los separa arriba de un rectángulo verde sería factible sin arbitrajes. Y árbitro campeón en cualquier torneo de árbitros fue y será William Brett Cassidy, figura de “El hijo de Butch Cassidy”, el cuento en el que el siempre grande y siempre hincha de fútbol Osvaldo Soriano inventa el Mundial de 1942 en la Patagonia. William, cuyo progenitor ejerció de pistolero real con un tránsito por esa geografía, debe abandonar la Argentina y marcha a Bolivia para otro destino. O para otro cuento: “Últimos días de William Brett Cassidy”. ¿Qué hace semejante crack en ese periplo? Huella argentina, huella de Soriano: dirige un partido entre huelguistas del estaño y tropas del gobierno.
Tanto fútbol y tanta literatura en Argentina y en Bolivia. Tanto fútbol y tanta literatura entre Argentina y Bolivia.
¿Y por qué?
No hay respuestas enteras, pero vale ir detrás de una que enhebró la escritora boliviana Camila Urioste: “El fútbol es una metáfora de la vida humana, que también es un juego, que también se juega en equipo, que también depende del destino, que es impredecible y apasionante y cada partido es una oportunidad irrepetible, pero a veces, paradójicamente, hay segundas oportunidades, y a veces es injusto o casi siempre es injusto pero no importa, ahora ganas y mañana pierdes y pasado vuelves a ganar. Y a veces gana el peor y a veces nada tiene sentido, pero el disfrute está en el encuentro, en el juego mismo, en el sudor y el grito y el intento. La literatura también es un juego en el que te juegas la vida”.
Quizás no alcance para competir con “Ser o no ser”.
Pero casi.