Borges, el jugador
Ni un partido. Ni una vez. “Cuando yo era chico la palabra fútbol era desconocida salvo en los colegios ingleses. En cambio, a casi todo el mundo le gustaban las riñas de gallos”, le explicó a la periodista uruguaya María Ester Gilio, en la revista Crisis. No jugaba al fútbol Jorge Luis Borges, el celebérrimo escritor argentino que, paradoja de una nación de paradojas, no sólo no se apropió sino que fustigó al juego entre los juegos del país. No jugaba e insistía en por qué no jugaba: “El fútbol es popular porque la estupidez es popular”.
Según miles de analistas de decenas de escuelas, la literatura de Borges es universal y cuenta al universo. Casi nada. O casi todo. Todo, pero sin lugar para la pelota porque hay ausencia de fútbol. “Ya la gimnasia interesaba más que la muerte: los chicos ignoraban el visteo por atender al football, rebautizado por desidia vernácula el foba”, escribió en La canción del barrio, dentro de Evaristo Carriego (1930), el libro con nombre de otro escritor argentino en el que Borges desgaja, desde su mirada y desde su prosa fascinante, un tiempo argentino. Aquí, la referencia es a 1912, un año de consolidaciones futbolísticas nacional porque, aunque eso no integrara el vastísimo campo de saberes de Borges, la Asociación Argentina de Football (que así se llamaba y debía esperar veintidós años para tornarse en Asociación del Fútbol Argentino o AFA) se afilió a la Federación Internacional de Asociaciones de Fútbol (FIFA). Sobre las raíces del juego en esta parte del mundo sí esbozaba una erudición propia, como le respondió al periodista Alfredo Serra, en la revista Gente: “Una señora me dijo una vez: ‘Pero la gente pobre siempre ha jugado al fútbol en los baldíos’. Estaba equivocada. Cuando yo era chico no se jugaba al fútbol en los baldíos”. Y ratificó lo que le había expuesto a Gilio: “Se jugaba a la riña de gallos”. Detalle borgeano: la riña de gallos le gustaba más.
Dificilísimo revisar la obra de Borges y detectar más fútbol hasta que otro ejercicio ensayístico, inserto en Otras inquisiciones, resucitó el tema. “Los compadritos de Last Reason emiten metáforas hípicas; el doctor Castro, más versátil en el error, conjuga la radiotelefonía y el football (…) La poesía, la novela y el ensayo lograron allá más de un ‘goal’ perfecto”, sentencia en Las alarmas del doctor Américo Castro, en una aseveración que entra en la historia de su autor menos como apelación al vocablo “goal” que como reconocimiento a la calidad de Máximo Sáenz, Last Reason, periodista y narrador de brillo. Historia de Rosendo Juárez, un texto que apareció en El informe de Brodie (1970), abasteció al breve listado de una mención futbolística más, quizás la más citada de las de Borges: “Aprendí a vistear con los otros, con un palo tiznado. Todavía no nos había ganado el fútbol, que era cosa de los ingleses”.
A pesar de semejante distancia, hay un cuento que, de mínima, es un cincuenta por ciento borgeano y está en el nudo de los lazos entre literatura y fútbol. se trata de Esse est percipi , coescrito con su socio creativo Adolfo Bioy Casares y bajo el apelativo compartido de Honorio Bustos Domecq. Fábula anterior a la televisión y muy anterior a la playstation, plantea que “el último partido real” se disputó el 24 de junio de 1937 y que lo que siguió luego fueron/son puestas de quienes administran las cámaras con imágenes. Entre la literatura fantástica y la metafísica, Borges y Bioy Casares ponen en la escena eso de “Esse est percipi”, o sea “Ser es ser percibido”, la hipótesis central que le legó al mundo George Berkeley. Coincidencia acaso también metafísica y también de literatura fantástica: en la biografía que le construyen a Bustos Domecq, los autores dicen que nació en Pujato, como si intuyeran que un día parirían allí a Lionel Scaloni. Coincidencia todavía más metafísica y más de literatura fantástica: el 24 de junio de 1937, la fecha del “último partido real”, implica pararse justo medio siglo antes del nacimiento de un muchacho llamado Lionel Messi (para todas las otras referencias de lo sucedido los 24 de junio, se sugiere entrarle a Fuegos de junio, el libro que editó el colectivo Lástima a nadie, maestro)
En 1942, el fútbol argentino coronó campeón a River. En su rubro, Borges no pudo ser campeón. A pesar de que en el último día del año anterior se había publicado El jardín de senderos que se bifurcan y que, a la distancia, surge improbable que alguien prefiriera otro libro a ese, el Premio Nacional de Literatura fue para Eduardo Acevedo Díaz. Su obra no estaba dedicada al fútbol ni a nada parecido, pero no podía sonarle simpática a Borges, por lo menos desde el título: Cancha larga.
O sea que lejos o más que lejos de las canchas desde el nacimiento porteño el 24 de agosto de 1899 hasta la muerte suiza el 14 de junio de 1986 (pleno Mundial campeón de Argentina, a quince días del Diego enarbolando la Copa: ¿para qué aguantar respirando hasta la vuelta olímpica si el fútbol es una farsa?). “He visto en mi vida como medio partido de fútbol. Una vez fuimos con (Enrique) Amorim a ver un enfrentamiento de selecciones. Jugaban Argentina-Uruguay y yo sentía íntimamente que él –que era uruguayo- deseaba que ganara nuestra selección y a mí me pasaba a la inversa. Tal vez por la amistad y por el respeto por el amigo, que ambos profesábamos”, repasó alguna vez, abonando la leyenda de su desinterés con el dato de que el escritor uruguayo y él, en el colmo del desentendimiento, se fueron tras la primera etapa. Antes y después de esa experiencia única, sostuvo un punto de vista innegablemente suyo: “No sé por qué se hizo tan popular ese fútbol inglés. Es raro observar que siendo Inglaterra un país generalmente odiado –aunque yo quiero mucho a Inglaterra- nunca se haya usado ese argumento en su contra, como país generador de deportes puramente físicos. Es que la idea de que alguien pierda o alguien gane me parece esencialmente desagradable. Hay una idea de supremacía, de poder, que me parece horrible”.
Tan “horrible” eso del deporte que hasta guarda lógica que en Historia universal de la infamia ( 1935) haya infamias con aroma deportivo, aunque no futbolístico. “El capitán Hernando de Soto, antiguo conquistador del Perú, que distrajo los meses de prisión del Inca Atahualpa, enseñándole el juego de ajedrez”, avisa Borges, de entrada, en El atroz redentor Lazarus Morell. Y en El proveedor de iniquidades Monk Eastman introduce el boxeo: “Arribaron a una decisión muy americana: confiar a un match de box la disputa. Kelly era un boxeador habilísimo. El duelo se realizó en un galpón y fue estrafalario. Ciento cuarenta espectadores lo vieron, entre compadres de galera torcida y mujeres de frágil peinado monumental. Duró dos horas y terminó en completa extenuación”. Y en la frontera del deporte, llama a la arquería y la esgrima alrededor de otro villano: “Kira Kotsuke no Suke, el odiado maestro de ceremonias, había fortificado su casa y una nube de arqueros y de esgrimistas custodiaba su palanquín”.
Si se fuerza la voluntad de ver posibles ligazones con lo deportivo, la esgrima transita en Borges de distintos modos, casi siempre a partir de su condición de perito literario en cuchilleros y en puñaladas. Pero hay más. Ya en Las misas herejes, de Evaristo Carriego, pinta al “guapo antiguo” y rememora que “el comité alquilaba su temibilidad y su esgrima”. En El Encuentro, que es parte de El informe de Brodie (1970), Uriarte y Duncan empuñan armas, lo que es asombro: “Pensé que nos habíamos engañado al presuponer que desconocían esa clase de esgrima” en una pelea que no es “un caos de acero” sino “un ajedrez”. Y, finalmente, si en su poema El remordimiento, Borges revela que no fue feliz, en los versos de Espadas, que está en El oro de los tigres (1972), comunica que, a diferencia de Lugones, tampoco fue esgrimista: “Dejame, espada, usar contigo el arte;/ Yo, que no he sabido manejarte”.
La avanzada sobre los deportes es ancha. En la revista Pájaro de fuego, declaró: “El rugby es más brutal todavía. El cricket, el tenis son más insípidos y tolerables… Pero el fútbol despierta las peores pasiones, despierta sobre todo lo que es peor en estos tiempos, que es el nacionalismo referido al deporte. Porque la gente cree que va a ver un espectáculo, pero no es así. La gente va a ver quién va a ganar. Porque si les interesara el fútbol, el hecho de ganar o perder sería irrelevante, no importaría el resultado, sino que el partido en sí fuera interesante…” Pese a esa gama de señalamientos, Borges se entrevistó con el entrenador César Luis Menotti, en un duelo de argumentos del que refieren que sacó una conclusión: “Qué raro, ¿no? Un hombre inteligente y se empeña en hablar de fútbol todo el tiempo”. Borges y Menotti compartieron, además, títulos de diarios en el mundo por un estremecimiento ni literario ni deportivo. A pesar del histórico sesgo derechista de las opiniones políticas del escritor, en agosto de 1980, Menotti y Borges se calzaron la camiseta del mismo equipo cuando suscribieron una solicitada pionera, avalada por 175 firmantes, en la que se reclamaba la publicación de las listas y el paradero de los miles de desaparecidos que dejaba la acción brutal de una dictadura que, por entonces, pervivía en el poder.
Esa convergencia no movió las posiciones de Borges respecto de la pelota, llevadas a lo máximo en su anuncio legendario de que, en el primer día de junio de 1978, cuando se inaugurara el Mundial en Argentina, él, que en El Aleph (1949) había incluido el cuento El inmortal, daría una conferencia exactamente sobre la inmortalidad. “Mientras dure el Campeonato Mundial de Fútbol me iré a cualquier parte donde no se hable de fútbol. El Mundial será una calamidad que por suerte pasará”, se empecinó. Habrá pensado Borges que si, para semejante crítica, no bastaba con ser Borges, otras fuentes de la literatura podían respaldarlo, como le expresó, más adelante, al periodista y escritor Roberto Alifano, quien lo conoció largamente: “Se está gastando la plata en hoteles y canchas de fútbol. ¡El fútbol!, Una miseria, una cosa tan frívola… ‘Los viles (o plebeyos) jugadores de fútbol’, dice Shakespeare en El Rey Lear, y Kipling también habla desdeñosamente de ellos, ¡él, un poeta nacido en Bombay, que creía en el Imperio Británico, no en esas cosas tan miserables y bajas como el fútbol!”. Alifano también vio cómo, tras almorzar con Borges en la avenida Corrientes, unos hinchas de fútbol le gritaron desde un camión “Borges, sos más grande que Maradona”. A lo que el hombre al que nunca le dieron el Nobel contestó redireccionando el eje hacia ese premio: “Bueno, eso estaría bien si lo gritaran en Estocolmo. Tal vez podría influir en los académicos suecos”.
Uno de los escasos consuelos para quienes hubieran gozado de un Borges futbolero lo ofreció el actor estadounidense Viggo Mortensen, cuya infancia en Argentina lo volvió hincha de San Lorenzo. Alimentado de las memorias de su club por los especialistas en la materia, le puso al escritor la camiseta de su equipo: “Cuando él trabajaba en la biblioteca Miguel Cané, no muy lejos de San Juan y Boedo, e iba a almorzar a un café de la zona, los hinchas de San Lorenzo le insistían continuamente que tenía que hacerse hincha del Ciclón, hasta que, aunque no le interesaba nada el fútbol, finalmente aceptó llamarse ‘un cuervo más’. Y hasta se dice que su pijama favorito era azulgrana”. De pocas citas de Borges, gozan tanto Mortensen y sus compañeros de identidad en la cancha: “Me aprendí de memoria esa contestación y cuando me preguntaban yo decía que era de San Lorenzo de Almagro”.
Faltante el fútbol en lo cotidiano, en los libros de Borges lo que hay es ajedrez. Un paseo veloz por Ficciones localiza a Herbert Ashe, el ingeniero de los Ferrocarriles del Sur que juega al ajedrez “taciturnamente” en Tlôn, Uqbar, Orbis tertius y a la propuesta transformadora del ajedrez que se sugiere y se descarta en Pierre Menard, autor del Quijote: “e) Un artículo técnico sobre la posibilidad de enriquecer el ajedrez eliminando uno de los peones de torre. Menard propone, recomienda, discute y acaba por rechazar esa innovación”. Siempre en Ficciones, el ajedrez vuelve en Examen de la obra de Herbert Quain: “Todos creyeron que el encuentro de los dos jugadores ajedrez había sido casual”. Y en el despertar de Jaromir Hladík en El milagro secreto, cuando el Tercer Reich entra en Praga, porque “soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres” y en ese juego “las piezas y el tablero estaban en una torre secreta”. Y en El jardín de senderos que se bifurcan, cuando Stephen Albert abre este diálogo:
“-En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez, ¿cuál es la única palabra prohibida? Reflexioné un momento y repuse:
-La palabra ajedrez”.
Es verdad que, en El Inmortal, se dice que “en un patio de la cárcel de Samarcanda he jugado muchísimo al ajedrez”, que en La flor de Colerdige (publicado en Otras Inquisiciones) está escrito “”las piezas de ajedrez con que antes jugaron”, que se cuela ajedrez en los poemas Adrogué, Mateo, XXV, 30 y Otro poema de los dones, que en el cuento Guayaquil “dos reyes juegan al ajedrez en lo alto de un cerro” y que en Los cuatro ciclos, cuando Ulises va de vuelta a su Itaca, “hallan perdidas en el césped las piezas de ajedrez con que antes jugaron”. Sin embargo, ningún homenaje de Borges al ajedrez se impone a su poema Ajedrez, compuesto por dos sonetos, que reluce en El Hacedor (1960). Así comienza: “En su grave rincón, los jugadores/ rigen las lentas piezas. El tablero/ los demora hasta el alba en su severo/ ámbito en que se odian dos colores”.
Ese Ajedrez vale para los ajedrecistas lo que para los ciclistas implica esta respuesta de Norah, la hermana de Borges, a Rodolfo Braceli: “Viajamos a Ginebra y allí ingresé a la escuela de Bellas Artes. Me agregaron edad para ingresar. Georgie estaba en otra facultad, muchas veces iba en bicicleta a Francia, allí le enseñaban lo que a él le gustaba; tenía que atravesar un puente o la frontera. Iba en bicicleta ¡y él apenas veía! Ya tenía problemas Georgie, pero para no entristecer a mi madre él no se lo decía. Entonces madre lo dejaba ir en bicicleta”.
Y vale lo mismo que para los nadadores que leen a Borges este otro segmento de ese reportaje:
“-A Georgie también le gustaba mucho nadar. A nadar aprendió porque lloraba mucho.
-Explíqueme un poquito.
-Cuando estábamos en Ginebra lloraba, estaba triste o neurasténico. El médico dijo que necesitaba mar y entonces fuimos a Lugano. En un botecito salíamos, nos bajábamos a veces y nadábamos como los perros. Georgie no nadaba abajo del agua, de espalda hacía la plancha y murmuraba poemas. Mi madre nos miraba desde el balcón”.
¿Habrá prefigurado ahí, en el agua, sus meditaciones sobre las meditaciones de otros en torno del remo y de la muerte que viajan en La metáfora, uno de los textos de Historia de la eternidad (1936)? ¿O habrá preferido imaginar, mientras murmuraba poemas, a Juan Manuel de Rosas en su bote, en “esa navegación tan frugal” que flota en Palermo de Buenos Aires, en las páginas de Evaristo Carriego? No hay respuestas, pero lo cierto es que nadaba.
Nadador de infancia y nunca futbolista, lo que, de ninguna manera, funcionó como obstáculo para que gente que ama al fútbol amara, a la vez, los libros de Borges. Le ocurrió al maestro Juan Sasturain, al cabo heredero de Borges como director de la Biblioteca Nacional, quien, durante una tarde de 2007, percibió que Messi acababa de convertirle al Getafe un gol gemelo al de Maradona a los ingleses en 1986. Se acordó de inmediato de Pierre Menard, ese tipo borgeano que quiere reescribir la mayor obra de Miguel de Cervantes, y anudó un texto que se denomina Lionel Messi, autor del Quijote. Le aconteció, además, a Braceli, quien, frustrado porque en cada una de sus charlas mágicas con Borges se topó con una negativa a concederle una oportunidad al fútbol, maquinó un cuento en el que el escritor y su mamá, Leonor, viajan a Avellaneda para palpitar en la popular un Racing-Independiente.
Y ni vacila en disfrutar a Borges el ex futbolista Santiago Solari, que empujó a la pelota con talento en canchas de todo el planeta y que luego se dedicó a escribir y a entrenar. Y a leer: “Me gusta el Borges de La Biblioteca de Babel, donde el universo esta hecho de palabras y todos los libros tienen su contrario. Me gusta que nos cuestione si nuestra vida pertenece al genero real o al fantástico (el fútbol definitivamente pertenece al genero fantástico, ya que si no no reflejaría tan bien la realidad) y que tal vez porque la vida es fantástica es que nos conmueve tanto la literatura fantástica. Me gusta Borges porque decía que la filosofía era una rama de la literatura fantástica, aunque todos sepamos que la filosofía es una rama del fútbol”.
Gran jugada de Solari. No hay seguridad, pero, en una de esas, si Borges lo leía, terminaba tomándole el gusto al fútbol.