Eduardo Archetti fue antropólogo, santiagueño, director del Departamento de Antropología Social de la Universidad de Oslo, audaz pensador desde las ciencias sociales, un crack. Sus libros dedicados a entender la vida con el recurso de lo que está en juego en el fútbol y en los deportes son joyas, luces, caminos. Murió el 6 de junio del 2005, hace 19 años. Acá, con nosotras y con nosotros, está.

Sólo un distraído, un gil o un prejuicioso podía tardar más de un minuto en darse cuenta de que ese tipo era un jugador de los mejores. En 1984, en Buenos Aires y en los pasillos de un encuentro entre científicos sociales, políticos recién regresados a la política y economistas que, de mínima, lucían un doctorado y medio, no había ni sonido ni silencio que no se refiriera a los dilemas de la democracia retornada, a las presiones de los que concentraban capital y poder o a los vaivenes de gobernar. Nadie hablaba de nada más. Salvo él que, con la raya al medio dividiéndole sin exactitud el pelo lacio, la tonada santiagueña que no se le borraba ni en una vocal y una sonrisa de chico de pueblo, exponía a lo grande sobre un asunto estelar: los marcadores de punta. Difícil que en esos pasillos alguien supiera más de democracias, de presiones del poder y de gobernabilidades que Eduardo Archetti, el Lali Archetti, antropólogo argentino migrado a Noruega, intelectual talentoso y formadísimo que no disertaba sobre marcadores de punta con la pretensión de colar un tópico trivial en medio de cuestiones tan medulares. Al revés: si charlaba con más preguntas que respuestas sobre marcadores de punta era a causa de que lo desvelaban la Argentina, las formas de construcción de una nación hundida o emergente de las ruinas y, más que cualquier cosa, la condición humana. Lo que trataba de hacer, precisamente, era avisar, como nadie lo había hecho en el país, que el fútbol constituía un espacio extraordinario para aprender sobre todo eso.

Empujado hasta otras fronteras por una dictadura que aún metía temores, Archetti había vuelto en 1984 por unos meses al suelo de su patria para dirigir la sede local de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) y para encaminar esa percepción del valor del fútbol como territorio para indagar en las relaciones sociales. Acababa de enhebrar «Fútbol y ethos», una artículo de cuarenta páginas en el que encendía faroles arriba de una superficie tan masiva como poco enfocada. No lograba creerlo: al fútbol no se lo estudiaba, pese a que dejaba a la vista escenarios que retrataban múltiples profundidades nacionales o a que, más fácil, alumbraba muchos de los modos dominantes de vivir que habían definido o seguían definiendo a la sociedad argentina. Le llevó poco verificar los trasfondos de semejante ausencia: tradiciones académicas orientadas hacia otros rumbos, comprensiones (o incomprensiones) del deporte como algo que se resumía en mejorar al cuerpo y en distraer a muchos, tendencias nada verificadas de que el fútbol consistía, de principio a fin, en un moderno y opresivo somnífero de las multitudes. O sea: prejuicios. Y Archetti rechazaba a los prejuicios con el mismo énfasis con el que aprobaba a los buenos marcadores de punta.

Verdad a prueba de mil certificaciones: Archetti corría con ventaja. Por un lado, estaba el peso de su educación académica, que incluía su trunco andar en la Facultad de Derecho (a la que había acudido por algún mandato familiar que le imponía cursas carreras ortodoxas), su construcción como sociólogo en la Universidad de Buenos Aires, su expansión hacia la antropología tras obtener una beca para doctorarse en París, su tesis dedicada a la economía y a la organización gremial de una comunidad en el norte de Santa Fe, sus experiencias profesionales en rincones de Zambia o de Ecuador, de Burkina Fasso o de Oslo, la ciudad en la que se radicó y en cuya universidad dio clase y dirigió el Departamento de Antropología Social. Por el otro, gravitaba su itinerario deportivo personal, en el que jugó a la pelota desde que era un changuito en Santiago del Estero hasta que se encumbró como referente de las ciencias sociales a nivel internacional: sudó partidos como un refugio de resistencia en el Liceo Militar al que lo enviaron en la adolescencia en Córdoba, como un desafío competitivo importante el Infamia -el equipo universitario en el que compartió glorias con el escritor Juan Sasturain, entre otros- y como un mecanismo de integración en la colonia santafesina en la que se instaló para elaborar su tesis al punto que tuvo desempeños de crack en los torneos regionales. Jamás paró de intentar jugadas, tampoco jamás se le escapó que una camiseta y unos cuantos compañeros funcionaban como una fábrica fenomenal de pertenencias y eso lo ayudó a divisar cuánto cabía en una cancha. Curtidísimo en aulas y en potreros, Archetti no suscribió la idea -otro prejuicio- de que «lo culto» y «lo popular» batallaban en equipos contrapuestos. Hizo ese ejercicio ubicado en el pupitre de una cátedra o en el césped que transitan los marcadores de punta.

No se quedó en Buenos Aires luego del paso de 1984, pero fue y vino en muchos aviones, con muchos entusiasmos, habitado por muchísimas curiosidades, cada vez más convencido de que explorar en el fútbol, en el polo, en otros deportes y en el tango permitiría capturar las entrañas del país en el que había nacido en 1943. Pueden firmarlo los que con él discutieron alrededor de la realidad social, abrieron la boca para tomar café y deliberar en torno del sentido de la ciencia o polemizaron sobre marcadores de punta: aunque no lo dijera seguido, su esmero en esa tarea no apuntaba a esclarecer un saber por el saber mismo sino a procurar que ese saber contribuyera, por vías sobre las que también reflexionaba y trabajaba, a una existencia mejor.

Aquellas líneas de «Fútbol y Ethos», entonces, actuaron apenas como saque de arco. Lo que continuó fue un campeonato completo. Hay antiguos estudiantes de periodismo de las escuelas TEA y DeporTea que todavía cobijan algún asombro por la temporada en la que ese futbolero santiagueño que llegaba de Noruega se instalaba en el archivo de la institución hurgando como un poseído entre las letras de la revista El Gráfico. Leyó edición por edición, meditó ejemplar por ejemplar, anotó a mano cada sorpresa y cada nombre que le interesaba, ingresó en su computadora cada dato y cada conclusión. Cuando frenó, agotado y deslumbrado, emprendió una serie de materiales que trastocó la relación de las ciencias sociales con el deporte dentro y fuera de la Argentina. Y más que eso: cimentó una producción capaz de vencer al prejuicio que fuera.

«Estilo y virtudes masculinas en El Gráfico, la creación del imaginario del fútbol argentino», un texto conocido en 1995, testimonió que en donde parecía que no había más que hojas y tinta, Archetti detectó oro. Oro puro: la creación de una identidad deportiva y no sólo deportiva, el papel de la prensa en la edificación de esas identidades, los cruces de esas identidades con otras impulsadas desde otros sectores y desde otros discursos, el montaje de un proyecto ideológico destinado a «construir la nación a partir del deporte», como sonaba, con fuerza, en la voz del propio Archetti. Y, claro, la comprobación de que lo único menor que tenía estudiar al fútbol era considerar eso como un tema menor.

Futbolista tesonero en todas las horas, no se estancó en ese triunfo inicial. «Masculinidades» (con versión en inglés de 1999 y traducción castellana de 2003) fue el desenlace mayúsculo y con forma de libro de la minuciosa tarea que lo había hecho viajar desde el pensamiento hasta los archivos y desde los archivos hasta el pensamiento, ya mucho más allá de las revistas. Un libro tejido para que tiren paredes la antropología con la historia del deporte y la historia cultural con campos a los que no es sencillo enclaustrar adentro de un saber científico en especial. Un libro que narraba un mundo: experto en mirar lo que no se miraba, Archetti advirtió cómo se edificaron las maneras de ser varón, cómo esas maneras se agregaron a otras maneras, cómo una nación, esta nación, era la que era, entre otras razones, por la concepción dominante de ser hombre y de ser deportista y por la articulación de esa concepción con otras parecidas y diferentes.

Justo es reconocer que en esa labor, entre revista y revista, entre capítulo y capítulo, entre libro y libro, se las arregló sin fallas para juntarse con los amigos y para extraviarse en charlas de marcadores de punta austeros y brillantes, de goles perdidos y de goles que disfrutaba gritar. En eso andaba cuando sacó «El potrero, la pista y el ring. Las patrias del deporte argentino», en 2001, un libro en el que, con su rigor irrompible y con sus tránsitos tan imaginativos como singulares, traslucía que despreciar la herramienta del deporte para escarbar en lo que había sido y en lo que iba a ser la Argentina no sólo suponía una restricción para hacer antropología. Implicaba, además, dejar ir una posibilidad de entender. De entendernos.

Inagotable Archetti, desfiló en sus últimas visitas argentinas con avidez por rastrear qué argentinidades podían explicarse desde la cocina o desde la consolidación del malbec en la cultura del vino. Al mismo tiempo, prosiguió desmenuzando las simbiosis entre británicos y criollos en el pasado del polo, o trazando líneas de aproximación entre la escritura cumbre de Jorge Luis Borges y el periodismo deportivo de Borocotó, o desentrañando las violencias en los estadios en un viraje de «ritual festivo a ritual trágico» que anticipaba cuando muchos bajaban las pestañas, o empezando a preguntarse por qué los clubes de fútbol sumaban gentes de procedencias múltiples y los clubes de remo del Tigre se definían, en cambio, como italianos o españoles, como alemanes u otra cosa. Era tan generoso para explicar doce o doce mil veces qué redes unían al pibe de viejo potrero con el pibe culminante que había sido Maradona como para revisar los ensayos de investigadores incipientes, alentarlos, orientarlos y sentirlos como partes de una búsqueda colectiva que, por suerte, se expandía. En esas visitas últimas, mantenía, perfecta, su sonrisa de chico de pueblo, a pesar de que ya cargaba con la enfermedad que lo mató el 6 de junio de 2005.

Conversador maravilloso, casi un militante de promover alegrías individuales y colectivas, aseguraba que no con una «o» invariablemente santiagueña cuando se lo presentaba como el padre de las ciencias sociales aplicadas al deporte en la Argentina. Con menos pomposidad, resulta un honor decir que fue el hombre que enseñó a pensar al fútbol y a otros juegos desde el lugar que el fútbol y otros juegos merecen y necesitan. Y que esa enseñanza ayuda y estimula a pensar en mucho más que en fútbol y en juegos. Acaso en una nación entera, acaso en la vida entera.
Archetti, no obstante, huiría de las reivindicaciones. En días como estos, en los que el deporte evidencia que es un enorme laboratorio sobre los comportamientos sociales, seguro preferiría debatir ideas y esperanzas, brindar por los marcadores de punta y preguntar qué partido hay en la próxima fecha. Lo demás está en su obra monumental y creativa que ninguna muerte matará nunca.

Un jugador de los mejores siempre sigue jugando.

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