Un texto de Charly Longarini

Ahora el jugador con el dorsal número 10 recibe la pelota en campo propio. Cuando le llega está mirando hacia su propio arco, quieto pero atento. Con su pierna izquierda, la mas hábil, la adelanta pegándole con la parte interna del botín. Acelera el cuerpo y se posa sobre el balón. Acto seguido lo pisa con la pierna izquierda, la esconde bajo su cadera y gira, ya mirando al arco rival. Y con la inercia de ese giro puntea la pelota hacia adelante y hacia afuera para alejarla del rival que quiere interceptarlo cuando deje de dar vueltas. El jugador de azul ya le ganó la posición a sus rivales y cruza la línea de cal que indica la mitad de la cancha.

En un segundo. Dos rivales. Tres toques.

Lo que parece una danza es más bien un ejercicio para entrar en calor antes del juego. Pero esta vez le ha servido para sacarse a dos rivales de encima.

Cuando el jugador, que ahora lleva la pelota con la izquierda, sorteando las irregularidades del campo de juego, sabe que en algún lugar de su mente, ese gol ya está hecho. Que la pelota ya está junto a la red. Que el jugador ya corre hacia la tribuna rival con el puño apretado en alto.

Es que ese jugador, con el dorsal número 10, ya es un mito, tan sólo diez segundos antes.

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